Hay algo inquietantemente hermoso en la noche.
Cuando el reloj marca las 12 de la medianoche, te das cuenta de que en una ciudad de entre 15 y 20 millones de almas, eres uno de los pocos despiertos en esa hora antinatural.
La tranquilidad después de un día frenético de bullicio a través de una multitud humana sin fin, la incesante cacofonía del tráfico, la aceleración de miles de motores, el clamor de los vendedores ambulantes, el constante timbre del teléfono, el cacareo de los niños jugando en el barrio , es muy bienvenido.
Cuando finalmente te sientas a trabajar, puedes sentir la serenidad del mundo en ese momento filtrarse en tu conciencia. Tu cerebro no está constantemente bombardeado por una multitud de ruidos. Comienzas a notar sonidos que antes eran demasiado débiles para combatir el caos auditivo del mundo diurno: el tic-tac del reloj de pared, tu respiración rasposa, el clic de las teclas en tu computadora, la voz onomatopéyica del viento, que solo puede ser descrito como un silbido, o un crujido, o un susurro, o un susurro tenue, o un gemido trágico.
Es entonces cuando todos los ruidos en mi cabeza se callan, como si una barrera invisible se materializara mágicamente entre nosotros y la fuente. Después de un largo día, finalmente puedo pensar con claridad. Y solo por esto, tengo motivos para sospechar que estoy eternamente condenado a ser un ave nocturna.
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